La familia de Fernando García (Alicante, 1942) vivía en Castalla pero su madre quiso dar a luz en Alicante y así fue. Sus primeros años los vivió en aquella población del interior y su padre, que era médico, lo mandó a estudiar a los Escolapios de Yecla y después a los Franciscanos de Onteniente.
En el año 56 su padre se traslada a Elche donde estudia, por libre, magisterio de comercio, «era una época de expansión del comercio y de los bancos, por eso me decidí por esta especialidad».
En el año 63 obtiene una plaza por oposición y entra en los programas de alfabetización y está dos años en Guardamar del Segura y tres en Alicante.
El Ministerio de Educación convoca unas plazas para poblaciones menores de dos mil habitantes, «se trataba de unas escuelas unitarias en las que el maestro se comprometía a estar un mínimo de seis años con el fin de evitar traslados y fijar la enseñanza». Así que le destinan a la partida de Pusol, en el campo ilicitano.
Al llegar allí, le sorprende el entorno: «Era una zona paradisíaca, el regadío se hacía por canales y todas las casas disponían de una avenida con palmeras, la agricultura era boyante».
La escuela que le asignan estaba repleta de alumnos, «toda la zona estaba muy poblada, las familias eran numerosas». Las escuelas se habían construido en los años sesenta y disponían de dos a cuatro aulas, donde los niños y niñas estaban separados. Se estudiaban los tres grados y párvulos.
Y así comenzó su andadura, «me recibieron muy bien las familias porque venía a quedarme y, con este tipo de educación unitaria se llegaba a conocer mucho a la gente». La colaboración, me cuenta, fue total, «primero saneamos el edificio con la colaboración de los padres, hicimos vallas y setos».
Pero muy pronto comienza la mecanización rural, «desde el aula se podía ver como se trabajaba en el campo, la trilla, el riego, los grupos de agricultores o a las mujeres recolectando el algodón». De esta forma, algunos espacios y utensilios o los carros abandonados comenzaron a formar parte del paisaje, «por ello comenzamos a introducir, en el curriculo de los alumnos trabajos de recuperación de todo lo que estaba desapareciendo, eso les llevaba a salir a la realidad».
Los escolares realizaban entrevistas, dirigidas por el maestro, «de esto se pasó a traer elementos, de los que se estaban estudiando y a montar talleres sobre la limpieza, su uso y realizábamos fichas de palabras de oficios que se iban perdiendo, la denominación de los aperos y todo su rico vocabulario».
En un principio no había la intención de crear un museo, me dice, sino que fue de forma natural, «contamos también con la colaboración del pedáneo, Antonio García, que todos los días me preguntaba si necesitábamos alguna cosa» y se fue ampliando la memoria en documentos y gráficos a la vez que se iban almacenando piezas de todo tipo restauradas y etiquetadas.
Recuerda Fernando que «la enseñanza de la agricultura orientó la vocación de muchos alumnos, que después fueron a estudiar a la Escuela Superior de Orihuela».
También comenzaron las visitas, «el inspector de enseñanza quedó impresionado por estos trabajos y los hábitos de limpieza y responsabilidad de los alumnos», llegaron otros inspectores atraídos por el interés y luego las visitas de otros colegios, «en una vivienda que se utilizaba de almacén montamos una pequeña exposición».
La anécdota era que «algunas mañanas llegábamos a la escuela y nos encontrábamos con unos objetos que nos habían dejado en la puerta no sabíamos quién». Decidieron entonces realizar un censo de donantes y montar un servicio de atención a los mismos para que todo estuviera datado y documentado.
No paró ahí la actividad, «organizamos un circuito de visitas, para los más pequeños, que llevábamos a conocer los animales, cochinos, ovejas, cherros, conocer esos olores tan diferentes les suponía un choque para los alumnos del pueblo, era ver la vida de otra forma».
Y como la actividad fluía por sí sola, «creamos un periódico 'Els Escolars', en el que se recogía toda la actividad y noticias del partida rural, distribuíamos un centenar de ejemplares». Y siguieron llegando donantes, «la droguería Seguí nos donó todo su material cuando su dueño decidió cerrarla y siguieron otros comercios, especialmente de la calle del Salvador».
No había más remedio que crecer y, según me cuenta, siempre recibió el apoyo del ayuntamiento para las diversas ampliaciones que se fueron realizando hasta llegar a lo que hoy es el primer museo etnográfico, no solo del campo ilicitano sino también de parte de la historia de una ciudad como Elche, tan compleja, entre el campo y la industria.
El último reconocimiento también ha llegado de la mano de la Unesco , en una nueva línea de patrimonios inmateriales de los que tan solo hay tres en todo el mundo.
Las visitas de profesores, escolares, universitarios y grupos de ciudadanos particulares siguen produciéndose, incluso «ha llegado un momento que no contamos la actividad que desarrollamos porque sería interminable».
A Fernando García Fontanet sí le brillan los ojos cuando dice que, a pesar de que ya se ha jubilado de maestro, allí acude todos los días porque trabajo nunca falta, porque, se aprecia que su vida, además de sus dos hijos y cuatro nietos, se ha quedado allí.
Lo que un día comenzó como un compromiso laboral, de maestro rural, ha pasado a ser un proyecto vital que permanecerá con los años y trascenderá a quiénes, como él, lo animaron desde la pedagogía, como la Historia misma.
Fernando García Fontanet Maestro - las provincias.es -
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